Imagen: Mapuexpress
“Al matricularme, en ese segundo año escolar (1924), llevaba muy buenos propósitos. Comencé muy bien el año escolar y fui uno de los primeros en matricularme. Trataba de no pelear porque mi abuelita me aconsejó que no peleara más, porque al año siguiente me colocaría internado en la Escuela Misional de Padre Las Casas. En consecuencia, consciente de satisfacer los deseos de mi abuelita y la aspiración mía, trataba de evitar y rehuir de la pelea; pero nunca faltan motivos para deshacer los mejores propósitos; así incidía nuevamente en las mismas faltas.
He aquí un caso de rosca muy pintoresco y de significado especial que se inició en la sala de clase y se continuó en el recreo, en el patio de la escuela, a raíz de una clase de historia que hizo la señorita profesora.
No pude darme cuenta cabalmente del tema de historia que leía la profesora; debió ser sobre las costumbres de los mapuches, porque cuando estaba leyendo el trozo de la lección del libro de Historia de Vergara que tiene la tapa con una bandera chilena, provocó una risa general del alumnado y el compañero Sergio levantó la voz, diciendo “como Martín”. Todos me miraron y se rieron nuevamente. Yo miraba y me puse rojo de rabia y me mordí los dientes de odio al bribón. Muy luego tocó la campana para salir al recreo. Todos salimos al patio.
Una vez en el patio, a uno de los amigos y pariente que estaba en el 4º año, le pregunté ¿Qué había leído la profesora para que se rieran los compañeros y Sergio me nombró a mí?
– Sí. La profesora leyó en el libro y dijo que los indios dormían sobre un montón de paja y hojas de árboles y que por cabecera usaban troncos de árboles; por eso Sergio dijo que tú también dormías en esa forma.
Mientras yo conversaba con mi amigo, Sergio venía y me decía:
– ¡Indio, indio, indio bruto! Que duermes en un montón de paja y tu cabecera es un tronco, por eso tienes tu cabeza dura como un palo.
Repetía una y otra vez hasta la saciedad.
Hasta que mi amigo me dijo que le hiciera la cruza. Cuando vino nuevamente a molestarme, no aguanté más, inmediatamente me saqué mi poncho y se lo pasé a mi amigo y lo seguí hasta alcanzarlo. Allí mismo nos pusimos a luchar cuerpo a cuerpo; me hizo una zancadilla y anduvimos por el suelo y rápidamente nos levantamos; aquí le noté que no tenía mucha fuerza; en un descuido, me afirmé bien y lo tumbé dándole un feroz porrazo y en seguida, un cabezazo y un par de puntapiés. Ahí quedó llorando, sin dar señales de acusarme ante la profesora; pero su hermanita Adela corrió a denunciarme ante la profesora que el indio Alonqueo le había castigado a su hermanito que está allí llorando en el suelo.
La señorita profesora salió de la sala y pilló a Sergio en el suelo llorando desconsoladamente todavía. Inmediatamente me llamó, cuando me estaba colocando mi poncho; no había querido ir, me había entrado la indiada de taimarme, pero al fin fui, porque sabía ya, de antemano, que los varillazos iban a sonar muy fuertes sobre mi cabeza y cuerpo.
Esta vez tampoco pude defenderme. Los castigos fueron duros y fuertes, con mucha energía de la señorita; recibí doble castigo, retrasando mi salida y me dejó encerrado dentro de la sala, de rodillas sobre un montón de arvejas. Así quedé, solito y ella despidió al alumnado y en seguida pasó a tomar once.
Aquí aproveché nuevamente una oportunidad para cumplir una venganza que venía a satisfacer ampliamente mi espíritu y amortiguaba mis dolores.
La profesora había dejado el texto de historia en el pupitre, el libro que había motivado mis castigos. Para satisfacer mi venganza lo que hice fue: tomar el libro y me lo coloqué debajo de mi camisa, asegurándolo con la faja. Esperé de pie la aparición de la profesora. Cuando sentí que venía me arrodillé nuevamente.
Apareció y me dijo: ¡Ándate! Yo me levanté inmediatamente y salí corriendo con el bolsón y la pizarra en mano, sin mirar atrás hasta que llegué al portón que está antes del puente.
Con toda tranqulidad crucé el portón y llegué al puente “Momberg” sobre el río Quepe. Aquí me senté sobre un poste de 10×10 y me puse a despedazar el libro, hoja por hoja, haciéndola miguillos, y de esta forma los tiraba al río con una rabia única de odio con el libro y con la profesora que me había castigado injustamente por causa de este libro, que ni había oido mis quejas por no haber sabido defenderme por falta de conocimiento del idioma castellano que recién balbuceaba malamente, que provocaba risas y burlas.
Con este acto de venganza, creí haber cumplido con mi deber y quedé satisfecho mi espíritu herido por la injusticia e imcomprensión de la profesora y más me conformé, pensado que la profesora ya no leería más estas clases de lecciones odiosas que provocaban burlas y peleas.
Terminado este acto, partí a mi casa, corriendo, aunque iba bastante atrasado, iba feliz y contento con olvido de mis dolores. Mi abuelita estaba tanquila por la llegada tardía y me esperaba, ese día, con una cazuela. Tan pronto como llegué, me sirvió inmediatamente la cazuela. Durante la comida le manifesté y le conté lo que me había sucedido en la escuela y le manifesté también mi intención de no ir y concurrir a la escuela.
Entonces se enojó sobre lo último que le manifesté y me dijo que no.
-Tienes que ir al colegio pase lo que te pase; debes estudiar con más energía para que no seas menos que otros y aprendas a defenderte mejor y les ganes a esos que se ríen de ti. Debes estudiar para que seas hombre y no como los demás.
En seguida me mandó a rodear las ovejas y los chanchos y encerrarlos al corral; entonces ella salió, a averiguar qué era lo que me había sucedido en la escuela, donde el compañero Andrés, alumno compañero mucho mayor que yo, el cual estaba en el tercer año; allí averiguó y le rogó que me cuidara y me defendiera de los que me pegaban.
El compañero Andrés le manifestó lo siguiente: que yo sabía defenderme muy bien, porque los compañeros «le molestaban mucho por eso siempre peleaba, defendiéndose con sus puños; pero no puede defenderse ante la profesora por no saber hablar el castellano y se calla ante las preguntas de la profesora, creyendo ella que se taima porque le da duro. Es juguetón y peleador y se junta con los del otro lado y no se juntan con nosotros y los compañeros del otro lado lo echan a pelear durante el recreo del mediodía”.
De vuelta, me pilló en la casa con las ovejas y chanchos encerrados y haciendo mis tareas a la orilla del fogón que me alumbraba. Ella se alegró mucho al ver que estaban ya encerrados y guardados; se dirigió a la casa de mi tía Petrona que estaba a 15 metros de la casa nuestra. Yo seguí haciendo mis tareas. Ella volvió y sentó la tetera en el fogón para tomar mate.
Al término de mis tareas, me levanté y guardé mis útiles en el bolsón, mientras mi viejita preparaba la mesa y los ingredientes del mate; después me invitó a tomar asiento junto a ella; me senté donde me indicó el lugar y en ese momento llega con la tortilla y con una fuente con carne cocida y me dijo “tomemos mate”.
Ella se sentó y empezó a cebar el mate. Empezó la tomatera de mates. Ibamos mate a mate y sirviéndonos lo que había en la mesa. Durante esta mateadura, mi abuelita empezó a averiguar y a interrogarme sobre mi conducta en la escuela y cómo me portaba, porque Andrés le había contado muchas cosas y lo más grave fue que yo era muy peleador y juguetón.
-¿Quiénes te hacen pelear?
Le contesté que nadie me hacía pelear.
-Mi primo Manuel y el otro pariente Segundo me aconsejan que no me deje atropellar por nadie y ellos me defienden cuando me veo muy urgido por los demás y ante la profesora. Abuelita, le dijo Andrés, que es un pavo que no se mueve ni juega con nadie; cuando yo esté en el libro tercero como él, voy a ser mucho más que él; lo que a mí me falta, abuelita, es hablar el castellano. Peleo, abuelita, porque es mi orgullo de hombre que nadie me atropelle.
Después que le manifesté esto, mi abuelita se puso a llorar y a recordar de su padre y me dijo que “así era tu abuelito” y con lágrimas en los ojos, me siguió diciendo que estudiara harto y mucho para fuera hombre y “no te atropelle nadie, como dices, y sea bueno y no peleador ni atrevido”. Me siguió aconsejando hasta la saciedad.
Al día siguiente, se levantó muy de alba e hizo un korrü con huevo y me sirvió con muño de harina. Este era mi desayuno y almuerzo del día; al terminar mi desayuno, me entregó una bolsita de harina con dos terrones de azúcar y un pedazo de pan que tenía reservado para mí.
Partí a la escuela y llegué sin novedad y pasé a buscar al compañero Toyo y a la compañera Filomena y fuimos los tres primeros en llegar. Iniciamos las clases como de costumbre; no hay rocha ni novedad en la escuela durante toda la mañana.
Reiniciamos las clases en la tarde; en la segunda hora de la tarde, la profesora echó de menos su texto de Historia. Lo buscó por todas partes, preguntó a los alumnos. Nadie responde. Respuesta: un profundo silencio. La profesora regañó e impuso un castigo general a todos los alumnos. También se realizó el “clásico trajineo.
No se halló y se perdió para siempre el libro.
Las corrientes de aguas del río Quepe se lo habían llevado para siempre…».
(Fragmento del libro: Mapuche. Ayer – hoy. Imprenta y Editorial San Francisco. Padre las Casas. Chile. 1985.)
Un aporte de Ignacio Kallfükura
Fuente: Mapuexpress, 25.05.2010