Fotografía: Fréderic Soltan / Shanga
LA UNIÓN, CHILE (Proceso Especial 35).- Jamás se había visto en las calles de La Unión a un centenar de mapuches huilliches encabezados por tres machis (chamanes), vestidos con ropa tradicional, manifestándose bajo una lluvia fuerte y helada. El 17 de agosto de 2011 llegaron a esta ciudad sureña para expresarle a Eduardo Hölck, gobernador regional, su oposición a que la compañía eléctrica Pilmaiquén construya otra presa. La obra inundará su territorio, que es sagrado.
Primero el gobernador se escudó tras un grupo de carabineros para impedir que los indígenas se metieran a sus oficinas. Pero acabó por ceder y tuvo que recibir al Consejo Mapuche. Les advirtió que legalmente no había nada que hacer porque la decisión de construir ésta y otras tres presas en la zona fue tomada en 2008, meses antes de que Chile ratificara el Convenio 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes, que reconoce a los pueblos autóctonos el derecho de ejercer la soberanía en su territorio.
Entre los machis destaca una mujer: Millaray Huichalaf. Es una madre de 22 años que ante todo lucha contra “una política que valora la riqueza cultural del país sólo en los discursos y en la práctica pretende eliminar inexorablemente la cultura mapuche”, explica a la reportera.
Prescindir de la cultura de casi 1 millón de mapuches ha sido una constante de todos los gobiernos desde hace más de un siglo. En 1993, durante la presidencia de Eduardo Frei, los mapuches pehuenches fueron desplazados de la región de Biobío. Las tierras expropiadas se entregaron a Endesa —empresa chileno-española de producción de energía— para que construyera la presa Ralco.
Con la prohibición y estigmatización por parte de las autoridades chilenas, la cultura del pueblo mapuche y el mapudungún, su lengua, estuvieron a punto de desaparecer.
Durante mucho tiempo ser mapuche fue una vergüenza. Los terratenientes de esa región sureña son descendientes de alemanes que empezaron a llegar a Chile a finales del siglo XIX. Igual que sus ancestros, tienen una imagen negativa del pueblo mapuche: “Son incultos, primitivos, perezosos. Se la pasan bebiendo todo el día. No merecen la tierra porque no saben cultivarla”.
Pero desde hace 10 años los mapuches cambiaron la situación al afirmar su identidad y cultura. Hoy se sienten orgullosos de ser lo que son y decidieron reconstruir la nación mapuche. Se muestran firmemente decididos a recuperar sus tierras sagradas. Y vuelven a hablar y valorar su idioma.
Por eso se movilizaron en julio de 2011, cuando Juan Heriberto Ortiz, carabinero jubilado, representante de la Iglesia Evangélica Pentecostal y dueño de las tierras donde se hallan el cementerio y el centro ceremonial sagrado mapuche de Osorno, autorizó que la compañía Pilmaiquén talara robles centenarios para levantar la presa.
“¿Qué dirían los obispos si se inundara una de sus catedrales sagradas para construir una presa?”, pregunta Millaray.
Pilmaiquén quiso “comprar” a los mapuches. Un ingeniero de la empresa hizo hasta lo imposible por arrancarles autorización para construir la presa. Les prometió que bajaría el costo de la luz y que habría muchas fuentes de trabajo. El texto que debían firmar los mapuches era tan enredado que resultaba difícil entender qué implicaba la inundación de su territorio sagrado.
La toma de conciencia llegó demasiado tarde. Los directivos de Pilmaiquén están conscientes del hecho; por eso intentan actuar lo más rápido posible aprovechando la falta de información que impera en las comunidades implicadas.
Ante tantos engaños brotó el coraje de los mapuches de Mantilhue, El Roble y Maihue. Millaray, quien se convirtió en su vocera, declaró que no permitirían que las empresas siguieran burlándose de su cultura y eludiendo la Ley Indígena que, al menos en teoría, protege los territorios ancestrales.
Los mapuches se instalaron en las tierras sagradas el 12 de julio de 2011 y las “ocuparon” 20 días. Acabaron vencidos por los carabineros, cuya fama de represores implacables se remonta a la dictadura. Pinochet les dio carta blanca para liquidar a la oposición, incluyendo la de los mapuches…
“Títulos de merced”
Las tierras que defienden Millaray y sus compañeros de lucha fueron entregadas por el Estado al pueblo mapuche en el siglo XIX. Entonces los mapuches recibieron títulos de propiedad, los llamados “títulos de merced”. Se trata de un término muy ambiguo que sugiere que el Estado les hizo un “favor”.
Recalca Millaray: “Los pueblos indígenas no aspiran a poseer la tierra. Para nosotros la tierra está viva, la escuchamos, la respetamos. No pertenece a nadie”.
Entre los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX el Estado aprovechó esa filosofía para vender las tierras a inmigrantes europeos —sobre todo alemanes— a precios muy bajos. Los recién llegados se convirtieron en dueños de predios inmensos que colindaban con las comunidades mapuches. Algunos de estos fundos tenían superficies de hasta 45 mil hectáreas. El Estado impuso una sola condición a los europeos: debían poblar la zona con colonos.
Por ley cada familia mapuche debía recibir un territorio que correspondiera al espacio que ocupaba. Las autoridades dictaminaron que ese espacio lo constituían la casa y el huerto. No tomaron en cuenta que se trataba de un pueblo que criaba animales en grandes superficies. Las familias fueron acorraladas en pocas hectáreas, a veces no más de 10.
Por si eso fuera poco los colonos solían aprovechar la noche para desplazar las cercas. Cuando los mapuches se atrevían a reclamar, los terratenientes los esperaban con el fusil al hombro. De nada servía que los mapuches protestaran ante los “juzgados de indios”; éstos siempre daban la razón a los europeos.
La sobreexplotación de las tierras disminuyó el rendimiento del suelo, que perdió su valor. Muchos mapuches emigraron a las ciudades. Se convirtieron en mano de obra barata y las comunidades se quedaron sin jóvenes.
El padre de Millaray vivió esa migración. Tuvo que instalarse en Osorno para que sus hijos siguieran estudiando. “Mi padre fue educado y quería lo mismo para sus hijos. Fue maestro de primaria. Su sueño era que pudiéramos elegir lo que queríamos ser para salir de la pobreza en la que él había vivido tanto tiempo”, comenta.
Millaray habla de su don de chamán: “Descubrí mis aptitudes a los 10 años, cuando me enfermé. Tenía un dolor muy fuerte en los huesos y músculos. No podía comer. Mis padres me llevaron con varios médicos. En vano. Un día una machi nos dijo: ¡Ella es machi! No sabía qué significaba eso”.
Comenzó a asumir sus responsabilidades de chamán. Afirma: “Ser machi significa haberlo sido en otra vida. Por eso siento el sufrimiento que mi pueblo carga en los hombros desde hace siglos. Mientras más iba aprendiendo de los machi, más entendía hasta qué punto nuestra cultura había sido atropellada y más me resultaba urgente reconstruirla”.
Poco a poco resistir se transforma en una actitud natural para Millaray: “Nadie está preparado para resistir. Pero yo no tenía opción. Resistir a diario significa aprender —o reaprender— a hablar mapudungún, enseñarlo a los niños y jóvenes y proteger los lugares sagrados, la tradición y las costumbres”.
Se fue a la zona de Arauco y Malleco, en el corazón del territorio mapuche, donde las empresas forestales, papeleras, mineras y de energía eléctrica, a menudo extranjeras, se apropiaron de las tierras de los indios aprovechando la indiferencia del sistema político y judicial chileno.
En Puerto Choque, Millaray conoció a Natividad Llanquileo, de 27 años, también joven resistente mapuche que vive en una región arrebatada por las empresas forestales, cerca del lago Lleu-Lleu.
Esta área de La Araucanía lleva 10 años en pie de lucha y atrajo la atención de los medios en agosto de 2010, cuando 32 mapuches realizaron una huelga de hambre para exigir al gobierno de Sebastián Piñera la derogación de la Ley Antiterrorista, promulgada por la dictadura.
Esa ley dictamina que todo opositor al régimen es terrorista y debe ser juzgado por un tribunal militar. Aunque fue ligeramente modificada en su contenido, la Ley Antiterrorista sigue vigente y se aplica a los mapuches que defienden sus tierras contra la voracidad de las grandes empresas. Más de 100 mapuches han sido detenidos por oponerse, a veces con violencia, a esas compañías.
La huelga fue ampliamente cubierta por la prensa y obligó a Piñera a firmar un proyecto de enmienda de la Ley Antiterrorista. Pero pasó un año y nada cambió: la ley sigue aplicándose únicamente a los mapuches. A principios de 2011, 18 hombres de la comunidad de Natividad fueron acusados de varios delitos. El principal: haber organizado una “emboscada” contra una columna de vehículos blindados. Tres policías resultaron heridos en el tiroteo.
El juicio duró tres meses y no respetó los “principios elementales de los derechos de la defensa”, según declararon observadores internacionales que siguieron el caso. La sentencia fue grave para Héctor Llaitul, José Huenuche, Ramón Llanquileo y Jonathan Huillical, considerados dirigentes de la CAM (Coordinadora Arauco-Malleco).
Héctor Llaitul fue condenado a 10 años y un día de cárcel. Sus tres coacusados —entre ellos Ramón, hermano de Natividad—, a cinco años y un día. Hubo una segunda huelga de hambre para protestar contra el veredicto. Las organizaciones de defensa de los derechos humanos multiplicaron comunicados y denuncias. En vano. La Corte Suprema mantuvo la condena.
Tradición de lucha
Ramón Llanquileo y su hermana Natividad se iniciaron juntos en la lucha de resistencia.
“¡Había que vernos! Dos mocosos cosechando papas para pagar los cuadernos y poder ir a la escuela. Nos levantábamos a las cinco de la mañana, nos acostábamos a las nueve de la noche, como nuestro padre, que nos repetía: ‘Mientras ustedes duermen, los latifundistas actúan y encuentran otros medios para robar nuestras tierras y hundirnos más’. Nuestra madre tejía incansablemente ponchos y otras prendas artesanales de lana que alimentaban a la familia”, recuerda Natividad.
La niña no tardó en darse cuenta de que formaba parte de una minoría al margen de la sociedad chilena. Y muy chica experimentó el sentimiento de inseguridad: una sirena le provocaba angustia, como a todos los niños mapuches, recordándoles los numerosos y violentos allanamientos que sufrían sus pueblos.
Al acabar su capacitación como trabajador social, Ramón se integró a la CAM. Le gustaba esa organización que defendía las reivindicaciones territoriales y culturales de los mapuches al tiempo que desarrollaba una profunda reflexión sobre esos temas. Natividad se convirtió en vocera de los presos políticos después del encarcelamiento de su hermano.
Estudiante de derecho con una beca que no le alcanza para vivir, Natividad tuvo que trabajar como vendedora y empleada doméstica. Después de cinco años de estudios está a punto de graduarse. En diciembre tendrá su título de abogada. Sabe que siendo mapuche no le va a ser fácil ejercer su profesión. Pero Natividad es de armas tomar y está convencida de que el derecho le dará la posibilidad de ayudar a su pueblo.
La urgencia, para Millaray y Natividad, es dedicarse a la recuperación de las tierras. Necesitan que los mapuches que emigraron a las ciudades vuelvan a las comunidades para resucitar sus costumbres y recobrar su orgullo:
“Es el único modo de reconquistar lo que perdimos. Los jóvenes de nuestro pueblo se honran de ser mapuches. Se notan cada vez más indignados por la discriminación de la que son objeto. Tienen un espíritu de rebelión. Muchos nacieron en las ciudades, pero no importa. Siguen siendo mapuches y los noto decididos a no dejarse aplastar y despreciar”, resalta Millaray.
Hay indígenas que no se atreven a protestar por miedo a la represión. Los carabineros están en pie de guerra y los allanamientos son frecuentes.
Cuenta Natividad: “Llegan en camiones con un helicóptero para supervisar el operativo. Tienen guanacos (cañones de agua) y zorrillos (bombas lacrimógenas). Nunca son menos de 60 hombres, a menudo más. Irrumpen en las aldeas, por lo general de noche. Lo rompen todo, destrozan las bolsas de alimentos, destruyen las cosechas, golpean a mujeres y niños sin distinción, se llevan a los hombres a los que califican de posibles terroristas”.
Y sentencia: “Debemos asumir que estamos en guerra. Y en tiempos de guerra algunas mujeres tenemos que cumplir un papel mucho más protagónico. Debemos ser la imagen de la resistencia mapuche”.
Fuente: Proceso (05.01.2012)