Imagen: El Mercurio
Joaquín Fermandois
No se debe tomar a la ligera la propuesta de otorgar reconocimiento constitucional a los pueblos indígenas, mapuches o araucanos principalmente, en vez de alojarla donde correspondería: en una ley especial, susceptible a mejoras y adaptaciones, más cerca de lo empírico. También tenemos que estar acordes con esa entelequia del Convenio 169 de la OIT. Al rubricarlo con sello constitucional, se puede surcar un camino sin retorno. Lo que atañe a la Constitución es parte del orden político fundamental con que la sociedad se organiza a sí misma. El reconocimiento sobre la base de «pueblo» y «cultura» confiere carácter político en potencia a una parte del país, alentada por tendencias globales y actores que se justifican en esta beneficencia. Con probabilidad va a crear una comunidad política y social separada por fosos más profundos que los que podrían existir ahora. Es la dirección a que se desea encaminar las cosas cuando, por ejemplo, con insistencia pegajosa se instala como algo evidente la idea de que el «pueblo mapuche» se enfrente al «Estado chileno», no como un entuerto legal, sino como extraños a la sociedad chilena -a estas alturas, en buena medida como artificio ahistórico.
Al caracterizar como político el problema mapuche, se obvia su problema de fondo -la exclusión social y cultural- y se incita a que se constituya como «conflicto». Los mapuches en el sur son más pobres que otros grupos en situación comparable, y su cultura -que es lo que los diferenciaría sólo en parte de otros compatriotas- no se deja modificar con facilidad ni creatividad mediante la razón política. La cultura brota con esa mixtura mágica de trabajo y espontaneidad, de rigor y encanto, de cultivo de la tradición y renovación, de rito, celebración y coexistencia con un medio cambiante. Pensar que un ordenamiento político por sí mismo pueda lograr el surgimiento de un bien cultural lleva consigo casi siempre la subyugación del acto creativo.
Ante el estribillo de que «las tradiciones son inventadas» -idea engañosa-, hay que reparar en que la actual oleada primitivista tiene un fuerte origen académico. En sí mismo no es malo. Los románticos alemanes de fines del siglo XVIII -entre los primeros que llamaron la atención hacia el valor de la cultura arcaica- eran, a su manera, los intelectuales de su época. Se puede despertar la sensibilidad hacia el valor de las tradiciones desfallecidas, no sólo de la propia en un sentido estricto, ya que todas las creaciones culturales en principio están abiertas a ser asumidas por cualquier ser humano. Una sociedad puede redescubrir sus raíces, aunque jamás sucede que todos sus miembros adquieran la totalidad de un pasado a modo de modelo construido de manera teórica, una utopía retrospectiva. Una vez esfumada la idea de que lo nuevo siempre era mejor y más progresista, somos capaces de abrirnos a los ancestros y encararlos como interlocutores contemporáneos, ojalá sin excesivas idealizaciones.
Todo esto no puede prescindir de la asimilación de algunos elementos de la civilización moderna, incluyendo lo que consideremos positivo del Chile actual. ¿Que esto puede llevar a la pérdida de la identidad? Mas, ¿quién lo determinará? En la interacción social, política y cultural de los grupos humanos yace una de las fuentes más prolíficas de identidad, que se transforma y que permanece a la vez. No olvidemos una fuerza de gran calado que nos constituyó como nación hispanoamericana, uno de nuestros tesoros: el mestizaje, en lo étnico, en la cultura y en la sociedad. En la profundización de este proceso hay una respuesta fecunda ante la cuestión mapuche.
Fuente: blogs | El Mercurio (22.03.2011)