¡Fill püle powüpe ta fa!

Tras casi 20 años de aplicación, la entrega de tierras a las comunidades mapuches mediante diversas vías -incluida la compra de terrenos a terceros para luego traspasarlos a dichas comunidades por intermedio de la Conadi- ha demostrado múltiples fallas gravísimas. Baste observar -con consternación- que, según el informe recién publicado sobre el Plan Araucanía, las más de 71 mil hectáreas traspasadas desde 1994 hasta ahora se han transformado en terrenos «comercialmente improductivos», y el 85 por ciento de ellos no tiene hoy siquiera agua para riego o para consumo humano. Ésta es una pérdida enorme para el país y un golpe humillante para las legítimas aspiraciones de las etnias originarias. Todo aconseja una revisión completa de esta política y el inicio de la búsqueda de formas alternativas para enfrentar este problema.

El punto de partida del diagnóstico siempre ha sido la responsabilidad que la sociedad chilena siente tener para con el pueblo mapuche por la incorporación de tierras que éstos ocupaban ancestralmente y que fueron perdiendo, a lo largo de muchos decenios, por diversas transacciones cuya legalidad ha sido desafiada por ciertos grupos organizados, derivando todo ello en el atraso económico y social de muchas de esas comunidades. Adicionalmente, se sostiene que en el marco de las soluciones que se propongan se deben respetar las formas de vida que esas comunidades tenían -propiedad comunitaria de la tierra, por ejemplo-, con el objeto de preservar su cultura y, mediante ese expediente, dignificar a esa etnia.

A pesar de las buenas intenciones que inspiraron esta opción, el supuesto implícito en el traspaso de tierras no contribuye a dignificar al pueblo mapuche: ellas se les entregan sujetas a un cúmulo de restricciones -entre otras, sólo se pueden vender en el seno de la etnia, y no se pueden hipotecar-, lo que claramente atribuye y supone una menor capacidad de quienes las reciben para darles a ellas el uso que les parezca más apropiado. El argumento de que levantarlas podría traducirse en transacciones abusivas en contra de ellos sólo ratifica esa presunción de incapacidad relativa, que evidentemente no es sostenible y que, paradójicamente, a su vez implica una discriminación negativa. Al forzar la propiedad comunitaria de la tierra para reinstaurar prácticas ancestrales de hace más de 500 años, como proponen algunos antropólogos, no se reconoce que ese modelo ya fue superado por el desarrollo humano y económico general, y significa, en la práctica, condenarlos a una economía de subsistencia que sólo prolonga sus problemas, en contraste con el resto de los ciudadanos -una condición ciertamente no digna.

En la necesaria búsqueda de modelos alternativos, una opción sería «concesionar» el territorio que ellos ocupaban ancestralmente al Estado de Chile, y que éste pague un royalty a las comunidades mapuches por utilizarlo. Pero hay serias complejidades legales y administrativas inseparables de una solución semejante -parecida a la utilizada en Nueva Zelandia-, y aun si ellas pudieran superarse, implicarían quitar todo incentivo a esas comunidades para llevar una vida de trabajo normal. El caso de EE.UU., en el que a algunas comunidades de etnias originarias se les ha entregado la concesión de casinos de juego en sus tierras, no ha dignificado precisamente sus vidas, sino todo lo contrario.

El ejemplo de miles de ciudadanos chilenos de ascendencia mapuche que, orgullosos de su origen, han logrado integrarse plenamente al mundo moderno y prosperar en él indica un camino que no es incompatible con la dignificación de su cultura. Pero ésta, en ese caso, no tendría lugar reviviendo prácticas ancestrales difíciles de preservar a comienzos del siglo XXI sino con un esfuerzo del Estado en dar valor y relieve a su lengua en liceos y colegios, multiplicar los museos y la investigación histórica respecto de su etnia, y entregar esa tarea a las universidades con los recursos que la sociedad chilena, acorde con el desafío impuesto, esté dispuesta a darles. Ése es un camino que merece ser explorado con convicción, pues es uno de los usos a los que la riqueza recientemente generada en el país debería destinarse. Pueden concebirse también otras fórmulas, pero lo que no cabe permitir es que se perpetúe el sistema vigente, que no ha cumplido ninguna de sus aspiraciones y sólo ha abonado los conflictos.

Fuente: Blogs | El Mercurio – Editorial (22.12.2010)

Tamün srakisuam
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