LA INDIGNACIÓN DE LA MACHI
Eliseo Cañulef Martínez
Agosto de 2010
No saben con la chicha que se están curando, se dijo, con su nueva voz de mujer grande, muchos años después de que viera por primera vez la bandada policial inmensa, sin luces y sin ruidos, que una noche de luna llena de mayo pasó frente a la casa de su padre volando a ras de suelo como una gran bandada de gallinazos, más larga que todo el pueblo de Temuco y mucho más ancha que la vega de las pataguas, y siguió avanzando en tinieblas hacia el fuerte colonial abandonado al otro lado del río, con su atalaya de cancagua apuntando hacia ninguna parte alumbrado por el faro intermitente de la luna cuyos ramalazos de luz, a cada fracción de nube que acababa de pasar, transfiguraban la vega en una manta de niebla tendida debajo del firmamento, y aunque ella era entonces una niña sin voz de mujer grande pero con permiso de su padre para escuchar hasta muy tarde en la arboleda las pifilcas nocturnas de las torcazas, aún podía recordar como si lo estuviera viendo que la bandada policial con su ímpetu de gallinazos al acecho desaparecía cuando lo hacía la luz de la luna detrás de una nube y volvía a aparecer cuando la nube acababa de pasar, de modo que era una bandada policial intermitente que iba apareciendo y desapareciendo hacia la entrada de la hondonada, buscando con tanteos de sonámbulo las huellas que señalaban el camino, hasta que algo debió fallar en sus guías de orientación, porque derivó hacia los faldeos del cerro, tropezó con los pellines enormes, saltó en pedazos y se diluyó sin un solo ruido, aunque semejante encontronazo era para producir una deflagración de maderos y un fragor de policías mutilados que helaran de pavor a los huecufes más dormidos en la selva virgen que empezaba en las murallas del fuerte colonial y terminaba en el costado de la sierra nevada, así que ella misma creyó que era un sueño, sobre todo al día siguiente, cuando vio el verdor radiante de la vega, el orden de colores de las copas de los árboles en las colinas vecinas y la algarabía de los queltehues repeliendo a los perros, pensó, me dormí escuchando las torcazas y soñé con esa bandada policial enorme, quedó tan convencida que no se lo contó a nadie ni volvió a acordarse de la visión hasta la misma noche de luna llena del mes de octubre, cuando andaba buscando celajes de cherrufes en el firmamento y lo que encontró fue la bandada policial ilusoria, sombría, intermitente, con el mismo rumbo equivocado de la primera vez, sólo que ella estaba entonces tan segura de estar despierta que corrió a contárselo a su padre, y él pasó cuatro semanas gimiendo de desilusión, porque tenía el plan de casarla apenas terminara de crecer con el hijo del ülmen más acaudalado de la sierra lo cual se tornaba imposible si a ella se le estaba licuando el seso de tanto andar mirando las luces del firmamento todas las noches, y como tuvo que ir a Pehuenmahuida por esos días en busca de piñones para el invierno, aprovechó la ocasión para pedirle consejo al pelomtufe de mayor fama de allá quien lo derivó a la machi más poderosa de la comarca, y ésta antes de escucharlo le comunicó que ya en sueños había sido informada del motivo exacto de su aflicción y le ordenó traer a la niña cuando acabara de crecer para formarla en el conocimiento de machi poderosa, según el designio del perimontún repetido que había tenido, de modo que ella pudiera aprender lo que en efecto aprendió en los cuatro años que estudió el oficio y volvió a la casa de su padre siendo joven y hermosa donde plantó su rehue y se convirtió en sanadora de la gente, tan certera y famosa que venían a consultarla desde los cuatro puntos de la tierra, de modo que ella tuvo que acostumbrarse a su admirable rutina de machi, señalada por todos como la más poderosa y certera desde los tiempos de Lautaro, viviendo con un marido ejemplar tres hijos hermosos y una hija que le dio una nieta dulce, sin otro sobresalto que el de sufrir viendo cómo el bosque era derribado en sus cimientos por hordas de madereros de casco amarillo y vuelto a reforestar con eucaliptos, la voz se le iba volviendo de mujer grande y la piel rugosa sin haber olvidado un ápice de sus visiones de antaño hasta otra noche de luna llena en que miró por casualidad hacia el camino, y de pronto, madre mía, ahí estaba, la descomunal sombra de la bandada policial fantasma, con las mismas botas fantasmales y cascos verde oliva de antaño, con fusiles automáticos y máquinas de asalto resoplando irritación por las troneras, pero con la diferencia de que ahora avanzaba sin el rumbo equivocado de antaño, desprovista del silencio de antaño, se metía a la casa derribando la puerta y ella, atropellada y herida, se defiende como puede con un huiño de luma de los culatazos de las carabinas, los gallinazos verdes de la bandada con ímpetu de gladiadores prosiguen atropellando a la hija que acaba de despertar del susto y la nieta que no entiende el alboroto larga el llanto despavorida, el marido y el hijo mayor que vienen a ayudarles son repelidos a balazos, pacos hijos de mala madre, un culatazo más y al suelo Machi, desvanecida y atada de manos y pies hasta que la conciencia le volvió cuando faltaba poco para el amanecer, vengan a soltarme, gritaba atada de manos y herida, vengan pacos del infierno que me estoy acalambrando, como nadie le hiciera caso lanzó al viento una oración en lengua originaria tan inspirada que hasta los policías más viejos se acordaron de los espantos de sus tatarabuelos y se metieron a la casa creyendo que estaba invocando al diablo, pero los que entraron primero no se tomaron el trabajo de preguntar, sino que la contramataron a patadas en el suelo amarrada como estaba y la dejaron tan mal herida que entonces fue cuando ella se dijo, temblando de rabia, no saben con la chicha que se están curando, pero se cuidó de no compartir con nadie su determinación sino que pasó tres días con sus noches encerrada en el calabozo a disposición de la Fiscalía condoliéndose de la suerte de sus chanchos y sus ovejas que también fueron arrestados bajo la imputación de haberse dejado robar en el vecindario y de la motosierra las hachas y las murreras acusadas de ayudistas en la tala de eucaliptos de la empresa maderera, no saben con la chicha que se están curando se dijo de nuevo, esperando que volviera a ser noche de luna llena, y cuando llegó el día indicado se vistió para la ocasión, repasó los conocimientos sobre el mongetucado de hueichafes que le enseñó su machi maestra, atravesó la vega cuidando de no ser vista para que el secreto diera el poder a lo que tenía pensado hacer, y pasó la tarde esperando su hora de reivindicación bajo los pocos pellines que quedaban en la falda del cerro, aguantando como podía la pestilencia de pinos y eucaliptos que ahora ocupaban el lugar de la selva de sus primeras visiones, pero tan concentrada en su determinación que no se detuvo como siempre a buscar celajes de cherrufes en el firmamento, ni puso atención a las pifilcas crepusculares de las torcazas, ni se entretuvo como otras veces con las nubes rojizas del atardecer, porque no se dio cuenta de nada mientras la noche no se le vino encima con todo el peso de las estrellas y la selva exhaló un tufo picante parecido a orines de gato en celo, y ya estaba ella mongetucando hueichafes entre los escasos peumos y pellines del borde de la quebrada, con la hoguera ceremonial casi apagada para no alborotar a los espíritus antes de tiempo, iluminada a ratos por ramalazos de luna con cada fracción de nube que acababa de pasar, sabiendo que andaban cerca las almas de machis antiguas no sólo porque viera cada vez más intenso su fulgor entre los árboles sino porque la respiración del viento se iba volviendo alegre, y así mongetucaba tan concentrada que no supo de dónde le llegó de pronto una pavorosa pestilencia sulfúrica ni por qué la noche se hizo sombría como si las estrellas y la luna se hubieran ido a otra parte, y era que la bandada policial estaba allí con todo su tamaño inconcebible, madre mía, más grande que las otras veces y más oscura que cualquier otra cosa oscura entre el firmamento y la tierra en una noche de luna llena, dos mil trescientos pares de brazos armados y toneladas de olores mordientes pasando tan cerca de la copa de los árboles que ella podía ver las costuras de los uniformes verde oliva de la bandada, con una infinidad de cartuchos en las recámaras de los infinitos fusiles de combate, con silencioso sigilo de máquinas y linternas apagadas, sin alma, y llevando consigo su propio ámbito de pesadumbre, su propio pedazo de cielo encapotado, su propio aire de otro mundo, su tiempo suspendido, su maldición de Malinche en la que flotaba un mundo entero de traiciones repetidas, y de pronto todo aquello desapareció con el lamparazo de la luna llena y por un instante volvió a ser el ngulumapu diáfano, la noche de septiembre, el aire cotidiano de los queltehues, de modo que ella se quedó sola entre los pellines, sabiendo a ciencia cierta que no estaba soñando despierta, no sólo ahora sino tampoco las otras veces, y apenas acababa de decírselo a sí misma desde el fondo de su corazón cuando un soplo de misterio fue encendiendo los pellines con espíritus de guerreros antiguos desde el primero hasta el último, así que cuando pasó la última nube y la claridad de la luna volvió a aparecer la bandada verde oliva ya tenía la orientación extraviada, acaso sin saber siquiera en qué lugar de la Araucanía se encontraba, buscando a tientas el camino invisible pero en realidad derivando hacia el río, hasta que ella tuvo la revelación abrumadora de que aquel signo era la última clave del encantamiento, y avivó la hoguera ceremonial con ramas de quila seca, una mínima lucecita anaranjada que no tenía por qué alarmar a nadie en la vastedad de la selva de eucalipto, pero que debió ser para el comandante policial como un sol de atardecer en el horizonte, porque gracias a ella la bandada verde oliva corrigió su rumbo y enfiló por la vega en una maniobra de rectificación feliz, y entonces todas sus linternas se encendieron al mismo tiempo, las máquinas volvieron a sumbar, se prendieron las estrellas en su cielo y los cascos verde oliva volvieron a brillar, y había un estrépito de órdenes de mando y una fragancia lacrimógena en el aire, y se oía la marcialidad del orfeón rebotando sobre la luna y el tumtum de las arterias de los uniformados de la bandada en la penumbra intermitente, pero ella sabía tan bien lo que debía hacer que no se dejó aturdir por la emoción ni amedrentar por el prodigio, sino que golpeó con más resolución el cultrún con la vaqueta y volvió a decirse con más decisión que nunca que no saben con la chicha que se están curando engendros de mal padre, ahora lo van a ver, y en vez de paralizarse amedrentada por aquella bandada descomunal siguió tañendo su instrumento con más brío, porque ahora sí van a saber lo que es la indignación de una Machi, y siguió orientando a la bandada hacia la hoguera con el tumtum hipnótico del cultrún y para estar segura de su obediencia la obligó a describir una elipse en el firmamento, enseguida la sacó de la vega invisible y la condujo como si fuera una colmena de abejas hacia los troncos más recios de los árboles, una bandada policial viva e invulnerable a los haces de la luna comenzó entonces a desgranarse porque uno a uno los gallinazos vestidos de verde oliva atraídos por la fuerza primordial de la hoguera fueron cayendo sobre los troncos de los pellines y después vueltos a ser reventados por los que caían detrás, y allá empezaban a difuminarse las nubes del cielo, la penumbra bajo los eucaliptos, la niebla sobre las aguas del río, y todavía la bandada de gallinazos verde oliva iba hacia los pellines, siguiendo el tumtum de su cultrún poderoso a contrapelo de los deseos del comandante desgañitado de repetir instrucciones que nadie cumplía, que nadie podía cumplir porque todos los gallinazos de uniforme estaban condenados de antemano a la desobediencia, y en aquel instante reventó el tableteo descomunal del primer relámpago, y ella quedó inundada por el aguacero de luz que le cayó encima, otra vez, y la bandada llegó al borde de la quebrada rezando para no zozobrar, y otra vez, pero ya era demasiado tarde, porque ahí estaban los pellines de la orilla, los peumos de la quebrada, los queltehues de la vega, el bosque de eucaliptos entero iluminado por las mismas luces de los tres primeros relámpagos suspendidos entre las copas de los árboles, y ella apenas tuvo tiempo de prepararse para no dejarse amedrentar por el cataclismo, gritando en medio de la conmoción, ahí lo tienen pacos cabrones, un segundo antes que el cuarto relámpago se dejara caer sobre la tremenda bandada verde oliva descuartizándola sobre los pellines y se oyera el estropicio nítido de las máquinas y de las dos mil trescientas cabezas policiales rompiéndose una tras otra contra los maderos, y entonces se acabó la desolación, y ya no fue más la noche de septiembre sino el medio día radiante de diciembre, y ella pudo darse el gusto de ver a los gallinazos verde oliva, vencidos por el nehuén primordial y la terquedad del tiempo, contemplando desde la eternidad la devastación de sus propios huesos y la corrosión de sus máquinas de acero.