Fotografía: Fütawillimapu
A continuación les presentamos el cuento llamado «Ngencó» de Eliseo Cañulef. En esta ocasión nuestro peñi nos ha regalado la historia de Chalguán, un pichi weñi quien no respetó la advertencias de su ñuke y se dejó llevar por la codicia…
NGENCÓ
Eliseo Cañulef Martínez
La madre de Chalguán tuvo que invertir mucho tiempo y esfuerzo en arrepentimiento por haberlo dejado ir a pescar la mañana que cumplió catorce años. Dos años antes le había sido asignada la tarea de bajar al río para pescar truchas cada vez que su madre lo consintiera, lo que no solía ocurrir muy a menudo. Ella sabía del atolondrado arrojo del muchacho que con frecuencia lo hacía ir más lejos de lo que debía y hasta podía recordar un par de ocasiones en que lo había reprendido por actuar con desobediencia. Por eso tenía el temor recóndito de que se excediera en la cantidad de truchas permitidas, o que omitiera pedir el permiso como es debido a Ngencó, el dueño del agua, tal como se lo enseñó su padre cuando lo llevó a pescar al río por primera vez.
Ella sabía, como todos en la familia, que Ngencó era generoso mientras se sacara del río lo justo para el consumo y que solía cobrar muy caro a quienes se dejaban llevar por la codicia. El dueño del agua tenía una fama bien ganada de ser severo en eso, así que ella tenía el temor de que Chalguán en su atolondramiento sobrepasara el límite y le ocurriera una desgracia. Por eso durante la última luna no había dejado que bajara al río, pero él insistió tanto esa mañana que terminó por convencerla. De todas maneras estuvo largo rato aconsejándolo y todavía le remarcó a gritos cuando él ya iba bajando por el sendero del murtal:
—Sólo tres truchas grandes, cinco medianas o siete más pequeñas. Ni una más.
—Sí mamá —le gritó él antes de perderse detrás de las matas de murta.
Fue la última vez que lo vio. Cuando no llegó al mediodía con las truchas para el almuerzo toda la familia bajó a buscarlo. A la orilla de la correntada donde siempre solía pescar encontraron el arpón y la pilgua llena con truchas robustas, así es que supusieron que había dado la pesca por concluida. Como sabían que era aficionado a los pepinos de copihue pensaron que a lo mejor andaba río abajo y lo llamaron a gritos, y cuando nadie respondió volvieron a gritar río arriba hasta que se convencieron de que tampoco andaba por ese rumbo. Fue después de eso que su madre abrió la pilgua y contó las truchas. Eran doce y de las más robustas que crecían en el río. Entonces tuvo la revelación abrumadora de que había sido llevado al fondo de la reveza profunda por el dueño del agua. Un dolor malvado le atravesó el corazón y se puso a llorar a gritos. Con lo poco que podía ver desde el otro lado de las lágrimas, que le llenaban los ojos, agarró la pilgua y vació las truchas en el río clamándole a Ngencó que le devolviera a su hijo, pero nada consiguió. De modo que la llevaron a la casa y lloraron con ella todos en la familia y todavía vinieron muchas familias del vecindario para ayudarla en su aflicción.
Para tener la seguridad de que Chalguán no hubiera desaparecido por otras causas esculcaron las dos riveras del río a lo largo y a lo ancho con perros de probada destreza en este tipo de desapariciones. Y para confirmar las sospechas de la madre trajeron a un pelomtufe, persona entendida en comunicaciones con guardianes espirituales de la naturaleza, quien después de mucho trabajo logró sacarle a Ngencó la confesión de que al muchacho lo había tomado por motivos de codicia y que lo tenía en la morada subacuática, al fondo de la reveza profunda, donde no le faltaba nada para seguir viviendo como es debido.
Después de eso la familia pudo por fin tener un poco de conformidad aunque a la madre el recuerdo del hijo perdido le dejó para siempre una grieta en el corazón. Muchos años después, cuando el tiempo le había comenzado a volver rugosa la piel y cenicientos los cabellos, todavía esperaba verlo aparecer por el camino del murtal trayendo las truchas para el almuerzo.
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